La política militar de la transición y los nuevos desafíos de la defensa nacional
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Núcleo formador del Estado. Guardia pretoriana de los intereses oligárquicos/burgueses. Subsistema burocrático-mesocrático modernizador. No cabe duda que los militares han sido determinantes en la conformación de la sociedad chilena. Su decisiva influencia en configurar el actual régimen es por todos conocida, tanto por la refundación económica, social y político-constitucional que impusieron durante la dictadura, como por su poder de veto en la transición democrática. Aún así, de tiempo en tiempo, vuelve a emerger desde la sociedad la constatación de un desconocimiento acerca de los militares, sus instituciones y sus formas de relación con los distintos grupos sociales. Para la izquierda ese déficit en conocimiento y elaboración política ha resultado problemático, ya sea causado por vacíos teóricos o por querellas históricas. Pero la escasez de reflexión y política pública al respecto no es un problema cualquiera ni se limita a un sector en particular. En última instancia se trata de reconocer -y reducir- los factores que limitan el legítimo ejercicio de gobierno y, por ende, las posibilidades de transformación y mejoramiento social, algo relevante a considerar en el contexto de fin de ciclo político.

Tras contextualizar las relaciones cívico-militares y políticas de defensa recientes, en el presente texto se sugiere que el problema central que emerge sobre la política militar de la transición no es tanto de continuidad, sino de búsqueda de nuevos enfoques.

  1. El pinochetismo como determinante de las relaciones cívico-militares

Hasta fines de los años sesenta la imagen social predominante sobre los militares en Chile era de austeridad, ensimismamiento y no deliberación. Pero en ese mismo periodo décadas de relativa desmejora en sus condiciones materiales institucionales[1] se fueron combinando con una modernización trunca orientada por los Estados Unidos con énfasis en la doctrina de seguridad nacional[2]. Durante el gobierno de la Unidad Popular, el sistema político no logró procesar las demandas cruzadas de modernización, seguridad y democratización motivadas por transformaciones en la estructura social y la descomposición de las relaciones entre y al interior de las clases, en partículas las medias de las cuales los militares formaban parte como asalariados estatales. Con el golpe de estado de 1973, las fuerzas armadas ocuparon militarmente el Estado, el territorio y las relaciones sociales, cual pequeño Leviatán. Aunque subordinadas al proyecto neoliberal, mantuvieron para sí mismas espacios de excepción más bien desarrollistas. Bajo la sombra bélica sortearon los ajustes monetaristas de los años setenta, expandiendo significativamente su presupuesto entre 1975 y 1981. Aumentaron su autonomía corporativa indexando ingresos a las ventas netas de la estatal Codelco. Se eximieron de reformas en salud, trabajo y previsión, continuaron en barrios militares segregados y con una esfera de justicia propia. Su propia acción insurreccional y subordinación a un caudillo sanguinario contribuyó a separarlos del mundo civil, lo cual se profundizó con la Constitución de 1980, donde la soberanía se desplazó desde el “pueblo” a la “nación”, con las fuerzas armadas guardianes designados del orden institucional.

Aunque hay quienes afirmen que con un lápiz y papel se derrotó a Pinochet”, hay abundante testimonio que la resistencia al régimen fue muy sacrificada e incluyó diversas formas de rebelión. Ni tampoco la derrota del SI resultó absoluta. Los militares llegaron a la transición con el mando y la capacidad militar intactos, algo que Pinochet usó para forzar una forma de coexistencia político-militar. Tras imponer una profunda y radical reestructuración social, lograron de sus principales adversarios políticos la aceptación explícita del marco institucional existente y su adhesión a un modelo económico capitalista. Durante la transición los objetivos de las fuerzas armadas fueron asegurar sus prerrogativas constitucionales de veto, defender la amnistía de los militares involucrados en violaciones a los derechos humanos (sobretodo al propio Pinochet), y resguardar niveles de plena autonomía en el financiamiento y gestión de la defensa nacional[3]. En contrapartida, la Concertación desplegó una realpolitik que buscó “asegurar la transferencia del gobierno, aunque no se lograra la simultánea y equivalente del poder”[4]. Mediante tácticas distractoras, de contención y ocasionales gallitos, se trató de neutralizar el sabotaje del circulo pinochetista que como fuerza política armada que resguardaba su espacio vital de poder e impunidad. El gobierno de Aylwin privilegió alcanzar una supremacía civil, tratando de establecer sino la autoridad al menos el reconocimiento del Ministerio de Defensa y regularizando la existencia de un Estado Mayor de la defensa, sin resolver problemas de subordinación política, excesiva autonomía, falta de integración y coordinación de y con las fuerzas armadas, ni menos la salida de Pinochet.

Una Concertación incapaz de realizar su victoria en el plebiscito de 1988, es decir, desarticular las relaciones que sostenían la reproducción del poder social del adversario, renunció a resolver los problemas militares de la lucha democrática: el desarme y desarticulación de la dirección política del pinochetismo en las fuerzas armadas[5]. Incentivando los planes de modernización y lineamientos estratégicos presentados por cada arma, la Concertación apostó a la profesionalización para limitar gradualmente la capacidad de intermediación de Pinochet. La búsqueda de verdad y justicia en el tema de los derechos humanos respondió a la presión de las propias agrupaciones de víctimas y sus familiares, aunque también por cálculo político el gobierno impulsó medidas como el informe Rettig y políticas de reconciliación que mejoraron su capacidad de negociación frente a los militares, apuntando a acelerar la pacificación política. Aunque se habló de “vuelta a los cuarteles”, no se afectaron los roles constitucionales de tutela militar sobre la democracia que legalmente situaban a los comandantes en jefe “fuera” de los cuarteles.

En el gobierno de Frei Ruiz-Tagle se aceleró la modernización y reorganización operativa de las distintas ramas armadas y se multiplicaron los acuerdos de cooperación militar binacional, iniciándose un ciclo de grandes y costosas adquisiciones de material bélico. Bajo la fluidez de la “democracia de los acuerdos”, las relaciones con el Ejército se fueron distendiendo, a costo de cierta vista gorda de las autoridades civiles ante irregularidades y de un retrasar mayores controles y contrapesos a la excesiva autonomía de las fuerzas. Evidencias de corrupción en las fuerzas armadas han existido en todo el largo período dictatorial y transicional, con reportes en torno a apropiación ilícita y enajenación irregular de inmuebles, contrabando y tráfico de drogas y armas, y diversos modos de manejos impropios de fondos. Las transacciones que involucraron al hijo mayor del general Pinochet pueden leerse en esa clave de privilegios, mientras que las cuentas en el extranjero del propio Pinochet fueron justificadas como parte de la operación de repliegue y aseguramiento del núcleo del régimen. Tampoco acá se trató de hechos individuales sino de corrupción institucional, en tanto involucraron la responsabilidad de los mandos y así deberían haber sido juzgadas[6]. La elaboración del Libro Blanco de la Defensa Nacional en 1997 y 2002 fue un avance en el planteamiento de políticas de defensa desde el Gobierno y la búsqueda de mayor transparencia, pero el período marca también nuevas turbulencias generadas por la designación de Pinochet como senador y luego por su arresto en Londres. De allí surgen iniciativas de normalización cívico-militar como la mesa de dialogo para avanzar en el esclarecimiento de las violaciones de los derechos humanos, asumida tácticamente por el Ejército como forma de asegurar el compromiso del gobierno con el retorno de Pinochet al país y marcar una etapa de mayor distanciamiento con el periodo dictatorial.

  1. Progresión y agotamiento de la política militar de la Concertación

Junto al (lento) desprestigio de Pinochet en la derecha por el caso Riggs, se va reduciendo también el apoyo público de las fuerzas armadas a Pinochet. Con el general Cheyre en la comandancia en jefe, el Ejército desplegó nuevas iniciativas para normalizar las relaciones cívico-militares, incluido un polémico “nunca más” [7], y buscó acelerar el cierre político del “desfile” de militares ante tribunales.. En contrapartida la tragedia de Antuco mostró la continuidad de una cultura interna de abuso jerárquico que dañó la imagen de profesionalismo del Ejército. Muy significativamente el año 2006 se promulgó la Ordenanza General del Ejército, como ejemplo de propuesta actualizadora de la mentalidad y el rol de los militares hacia una nueva etapa que evitara tanto el intervencionismo como el ostracismo. La Ordenanza promueve la interoperabilidad y polivalencia de las fuerzas en un conjunto de tareas que sobrepasan ampliamente la disuasión e incluyen la cooperación internacional, la cooperación al desarrollo nacional y la contribución a la unidad y cohesión nacional. De allí emerge el concepto de “profesionalismo militar participativo” que valida la acción institucional de los militares en la sociedad, respaldando de paso la demanda por los recursos y autonomía que estas aspiran. Casi simultáneamente, el gobierno de Lagos logra la aprobación de reformas constitucionales que redujeron la incidencia política de las fuerzas armadas.. Lo anterior sin dejar de respaldar la modernización material de las ramas, lo que significó entre 2002 y 2011 un incremento del gasto militar de US$ 1.780 millones a US$ 5.687 millones[8]. Todo ello supuso la culminación de una etapa de normalización cívico-militar.

Sin embargo, pese a los avances en materia de modernización de la gestión militar interna en ese periodo, tampoco se resolvieron los problemas estructurales de supervisión civil y contraloría a las fuerzas armadas. Como omisión destacada no se motivó suficientemente a que las fuerzas armadas avanzaran en la integración de dos temáticas que se han vuelto fuentes de tensión y conflicto: ambiente y asuntos indígenas. De la primera, las fuerzas armadas se han venido haciendo cargo lentamente, pero aún desde una combinación de versión empresarial (responsabilidad social y certificaciones de calidad) y discursos de amenazas ambientales globales que no asumen los impactos propios del modelo extractivista chileno en el ambiente y en la soberanía de recursos naturales. En el tema indígena los silencios son densos, al punto que en la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato a los Pueblos Indígenas, convocada por el Presidente Lagos y presidida por el ex Presidente Aylwin, se omitió cualquier participación de las fuerzas armadas.

Habiéndose aprobado en 2010 una reestructuración del Ministerio de Defensa que fortalecía el rol del Gobierno y pese al menor peso del pinochetismo, en los gobiernos de Michelle Bachelet, y en el primero de Sebastián Piñera se observa un estancamiento relativo de la agenda cívico-militar. Tanto como ministra de defensa y luego en su primera presidencia, una Bachelet auto-identificada con la “familia militar” apoya decididamente la proyección de los militares en operaciones de paz internacional, así como una mayor incorporación de las mujeres. Aunque respalda los incrementos de presupuesto, despliega una gestión que choca con las proyecciones de las fuerzas armadas de ocupar un mayor rol social. Esta tensión se evidencia con la crisis de la gestión del 27F, en la cual la Armada no comunica adecuadamente la alerta de tsunami; la ONEMI y la propia Presidencia no demuestran capacidad de mando sobre las fuerzas armadas para enfrentar la catástrofe, y el Ejército es llamado a hacerse cargo de la seguridad pública de las zonas afectadas y bajo toque de queda. En el segundo período de Bachelet aumentó la tensión con las fuerzas armadas, en particular el Ejército, en parte por la continuidad de los juicios de derechos humanos y en parte por la resistencia que generaba en La Moneda ese modelo militar participativo, que analistas definieron como la “extensión de sus roles mas allá de sus tareas profesionales”[9], que no significaban deliberación pero sí un alto grado de autonomía en el ejercicio de esa polivalencia.

En cuanto a Piñera, ejerció en su primer gobierno un rol contradictorio en materia de defensa. Basada en el esquivo concepto de “seguridad ampliada”[10], su propuesta de Estrategia Nacional de Defensa y Seguridad no hizo más que tratar de reordenar gerencialmente la defensa hacia los problemas centrales de la gobernanza neoliberal globalizada, es decir, policiamiento de flujos económicos, información, recursos naturales, crimen organizado y la propia población. Multiplicando instancias nuevas y de baja consistencia (comité interministerial de seguridad, grupo de trabajo público-privado y comisión de participación ciudadana abierta a especialistas civiles) dicha directiva no abordó cuestiones cruciales en el ejercicio de la soberanía, los conflictos vecinales, la corrupción, o los asuntos pendientes en derechos humanos y normalización de la relación cívico-militar. Ambos, Bachelet y Piñera, desplegaron una política exterior voluntarista, contradictoria y no integrada con las políticas de defensa, que se fosilizó en un legalismo exacerbado y una idealización de la disuasión militar armamentista. Mientras Bachelet privilegió la integración regional con bastante ingenuidad ideológica, en particular con Bolivia, Piñera supeditó la política exterior a los intereses comerciales, implementando con su Canciller Moreno la tesis de las “cuerdas separadas”, lo que culminó en una estruendosa derrota ante Perú en La Haya, convenientemente opacada gracias a los diferendos con Bolivia.

Con el agotamiento de la Concertación y la emergencia de una ultraderecha con referentes globales, la alianza Cheyre-Lagos como modelo de relación cívico-militar republicana perdió piso, y reemergieron los temas de derechos humanos.. Fue Piñera quien ejecutivamente cerró el penal Cordillera y señaló las responsabilidades históricas de los “cómplices pasivos” en las violaciones a los derechos humanos, catalizando el malestar del pinochetismo disperso en una corriente política más activa. Al mismo tiempo, desde el procesamiento de Pinochet, el Poder Judicial tomó una mayor iniciativa en los casos de violaciones a los derechos humanos, a lo cual los gobiernos de Bachelet respondieron con un activo programa de derechos humanos del Ministerio del Interior.

Mas allá de su eventual responsabilidad penal, el procesamiento de Cheyre operó ante el mundo militar como demostración del fracaso de la estrategia de los civilistas, y la confirmación de las teorías conspirativas de los militaristas, difundidas por el club de oficiales procesados. El tema de los derechos humanos, utilizado por la Concertación durante años como factor de cohesión política y moneda de cambio ante negociaciones con la derecha, adquirió en el debilitado gobierno de la Nueva Mayoría un mayor peso identitario. El intento de Bachelet de cerrar Punta Peuco al final de su gobierno provocó el boicot de parte de su gabinete, las críticas transversales del partido del orden, y más relevante aún, la deliberación de oficiales activos y en la reserva que manifestaron públicamente su rechazo a la medida, tácitamente amenazando ante nuevas acciones en ese sentido. No es casual que en el actual gobierno de Piñera, su coalición haya retrocedido en esa materia -tramitando indultos por causas humanitarias- y revelando la mayor influencia de la red de militares procesados en esas causas, lo que coincide con el avance de sectores de la derecha pinochetista por ahora encabezados por José Antonio Kast. Ese avance puede incrementar la participación de militares en política, dependiendo de la velocidad de descomposición del sistema político y deslegitimación de las instituciones, cuyas consecuencias no es posible anticipar.

En las antípodas del neo-pinochetismo, el emergente Frente Amplio ha planteado algunas propuestas en política militar, en general bastante próximas a las de los analistas civiles, como derogar la ley reservada del cobre, escrutinio de la Contraloría, reformar la justicia militar, democratizar el acceso a la carrera militar, valorar los derechos humanos y la integración con el mundo civil, polivalencia activa de las fuerzas armadas en desastres y catástrofes naturales, extender el período activo de los militares, etc. Otros planteamientos se asocian más a los de las agrupaciones de derechos humanos, como la degradación y desvinculación de los militares condenados y la eliminación de símbolos celebrativos de los condenados por crímenes de lesa humanidad. Quizás lo más interesante y poco desarrollado dice relación con la carrera única, que eliminaría la rígida división entre oficiales y sub-oficiales.

Los casos de los pertrechos, el milicogate y pacogate, las transacciones de inmuebles fiscales, los viajes, las comisiones por compra de armamento, o la venta de armas a narcos, sugieren que con la des-pinochetización institucional de las fuerzas armadas la corrupción no desapareció sino que mutó. Aunque el gasto militar total en Chile ha tendido a la baja desde 1988, situándose en torno al 2% del PIB[11], es un gran volumen de recursos en un contexto de múltiples necesidades, lo que ha contribuido a debilitar la credibilidad social de las instituciones militares. En lugar de objetivos políticos jerárquicamente definidos -fuesen estos lealtad, seguridad, chantaje o represión-, ahora el uso indebido de recursos y poder se lleva a cabo por redes que, al amparo de la discrecionalidad corporativa y de la debilidad de los sistemas de control, buscan meramente el enriquecimiento ilícito y el usufructo de privilegios irregulares. Estos son indicios de descomposición de la disciplina militar, y existencia de una cultura del aprovechamiento observable en otras esferas de la sociedad. Los efectos disruptivos de este fenómeno pueden profundizar las divisiones cívico-militares, fracturar la unidad de las fuerzas, e incluso socavar la efectividad de las instituciones de la defensa, aumentando la vulnerabilidad ante poderes corruptores y cooptadores internos o externos.

Frente a escenarios de corrupción militar e insubordinación policial de alto impacto mediático, el segundo gobierno de Piñera procedió a renovar casi la mitad del alto mando del Ejército, e ingresó indicaciones al proyecto para derogar la Ley Reservada del Cobre. Se aprobó también la extensión de la carrera militar para mitigar los elevadísimos costos previsionales de la defensa. En Carabineros, Piñera destituyó al General Director y renovó parcialmente el alto mando, ingresando un proyecto para obtener un mayor control administrativo y operativo de las policías por parte del poder civil. En ello sigue la recomendación de analistas civiles en cuanto a avanzar hacia mecanismos efectivos de control a la gestión, así como establecer un sistema de financiamiento más transparente de las instituciones militares y de orden, apuntando así a una mayor subordinación de éstas al poder civil legalmente constituido.

En febrero de 2019 se registraron simultáneamente fuertes aluviones en el norte y múltiples incendios en el sur del país. Frente a la contingencia, Piñera declaró el estado de excepción constitucional de catástrofe en las regiones de Bio Bío, Araucanía y Los Ríos. Con ese decreto una autoridad militar se hace cargo de coordinar a todos los organismos y servicios públicos en cada región, y queda responsable de la seguridad pública. Dicha medida, que no se aplicó sin embargo a la catástrofe del norte, había sido propuesta antes de los incendios por el cuestionado ministro del interior Chadwick como forma de restablecer el “estado de derecho” en la Araucanía tras el asesinato de Camilo Catrillanca. Ahora bien, dada la recurrencia en Chile de eventos catastróficos de origen geo-climático, agravados por históricas deficiencias en la planificación del ambiente construido y en la gestión ambiental, esta situación abre varias interrogantes respecto de la gestión del Estado en caso de catástrofes y el rol de las fuerzas armadas en éste.

  1. Hacia una nueva política democrática de defensa

Repensar los problemas militares desde la vocación de transformación social demanda generar nuevos modos de visualizar la defensa de la sociedad y el rol de las fuerzas armadas. Ello implica revisar críticamente las metas concertacionistas de subordinación de los militares a los gobiernos civiles para asegurar la gobernabilidad neoliberal, superar la lógica predominantemente reactiva y parcelada de las reformas legales, y reconocer que la política de defensa no puede agotarse en la búsqueda de justicia a las violaciones de derechos humanos en dictadura. De allí emergen varios nudos críticos concatenados:

i. Relaciones cívico-militares. El factor último de incertidumbre con respecto a la defensa nacional no radica tanto en amenazas fronterizas sino en la incapacidad de la propia sociedad de re-generarse democráticamente. Sin desconocer posibles escenarios bélicos, s destaca la enorme dificultad del Chile contemporáneo en reconocer su heterogeneidad y definir modos legítimos de resolución de diferencias cohesionándose tras un proyecto común. Más que decretar reconciliaciones o regalar indulgencias, se requieren diálogos y acuerdos constituyentes que proyecten tareas basadas en mayor colaboración cívico-militar, y el reconocimiento histórico a grupos sociales y étnicos reprimidos militarmente. La defensa de la soberanía una tarea de la sociedad toda que no se puede delegar totalmente en un cuerpo armado sin engendrar distorsiones. Concebir fuerzas armadas como un cuerpo social aparte, y no como ciudadanos y ciudadanas en armas, difícilmente conduce a otro resultado que a una profunda división social, donde la parte más poderosa puede vencer y someter a la más débil pero nunca asegurar la unidad necesaria para defender al país en una era de turbulencias globales.

ii. Rol de las fuerzas armadas. Si relegar a los militares a los cuarteles aleja a su vez los civiles de los temas de defensa[12], no cabe por el contrario que los militares auto-asuman responsabilidades propias de los gobiernos civiles. Más que a relaciones de fuerza circunstanciales, la búsqueda de un equilibrio en esa materia debe supeditarse a acuerdos generados y ratificados por una deliberación social colectiva. Así, la polivalencia militar no puede excusar a la clase política de profundizar la descentralización a nivel regional y local, en los cuales las fuerzas armadas suelen rutinariamente contribuir. Los gobiernos civiles tampoco pueden evadir sus responsabilidades en mejorar los sistemas de prevención y gestión de catástrofes, en las cuales las fuerzas armadas colaboran. Y es particularmente grave la decisión del actual gobierno de usar el estado de excepción para militarizar la Araucanía y proseguir una guerra no declarada contra los mapuche, maniobra antidemocrática de sectores políticos que buscan realizar con los militares tareas para las cuales no cuentan ni con la fuerza política ni acuerdo social suficientes. Propositivamente, en la reorientación del agotado modelo neoliberal podríamos aspirar también a que el complejo militar contribuya a una industrialización avanzada y no-extractivista, con un mayor rol estratégico del Estado, una renta justa de los recursos naturales, y frenando depredación ecológica y desestructuración social.

iii. Políticas públicas de defensa. Es fundamental que las agendas cortas se articulen con agendas de reforma intersectoriales y de largo plazo. Para ello las políticas hacia el subsistema militar deben considerar la urgencia de regenerar la política y conducir la sociedad hacia un proyecto común. Esto demanda generar una estrategia de defensa bajo la cual se reconozcan consensualmente los bienes públicos a proteger, se identifiquen las amenazas y se establezcan los medios legítimos para alcanzar objetivos de corto, mediano y largo plazo. A partir del replanteamiento geopolítico y actualización de la doctrina militar, se pueden considerar cambios organizacionales y en la carrera militar coherentes con las necesidades estratégicas. Todo ello supone además fortalecer una comunidad de defensa con funciones claras, autonomía de las partes y mayor protagonismo de la sociedad civil. También en el campo de políticas públicas está la pendiente desmilitarización de Carabineros y avanzar en políticas sociales integrales que incorporen aspectos de seguridad.

iv. Organización de la defensa. El marco actual de funcionamiento ha llevado a niveles altos de improvisación y descoordinación entre instituciones castrenses, políticas de Estado y políticas de gobierno. Subsanarlo demanda mayor especificación legal y reglamentaria de las atribuciones, contrapesos y controles de cada instancia, sin menospreciar el ejercicio de liderazgo de la autoridad civil dentro de un esfuerzo de modernización, transparencia y des-burocratización de la gestión pública. Los mecanismos de gestión financiera deben apuntar a racionalizar y reorientar el gasto militar bajo orientaciones estratégicas, sancionando oportunamente las irregularidades. Reconociendo la singularidad de la profesión castrense, el debate sobre los altísimos costos de salud y previsión de las fuerzas armadas no debe separarse de una reforma global de la seguridad social en Chile, ni el debate sobre la duración de la carrera militar puede eclipsar la reflexión sobre los funciones, tareas y contenidos de esa carrera.

  1. Hansen, R. (1967). Military culture and organizational decline: a study of the Chilean army (Doctoral dissertation, University of California Los Angeles).
  2. Joxe, A. (1970). Las fuerzas armadas en el sistema político chileno. Santiago: Editorial Universitaria.
  3. Fuentes, C. (2006). La transición de los militares. Santiago: Lom Ediciones.
  4. Böeninger, E. (1997). Democracia en Chile: lecciones para la gobernabilidad. Santiago: Editorial Andrés Bello, p. 395.
  5. Gutiérrez, N. (2018). El MIR vive en el corazón del pueblo. Concepción: Ediciones Escaparate e Inedh.
  6. Tótoro, D. (1998). La cofradía blindada: Chile civil y Chile militar: trauma y conflicto. Santiago: Ed. Planeta; y Weibel, M. (2016). Traición a la patria.» Milicogate». El millonario desfalco de la Ley del Cobre: La historia oculta de la corrupción en el Ejército de Chile. Santiago: Aguilar.
  7. Rodríguez, J. (2018). Historia de la relación civil-militar en Chile: Desde Frei Montalva hasta Michelle Bachelet Jeria. Santiago: FCE.
  8. Datos compilados por el Banco Mundial. Ver: https://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.CD?locations=CL
  9. Agüero, F., Fuentes, C., y Varas, A. (2017, 2 de enero). Fuerzas Armadas, fin de una época. El Mercurio.
  10. Thauby, F. (2012, 7 de agosto). Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa: errores no forzados. fernandothauby.com.
  11. Datos del Stockholm International Peace Research Institute. Ver: https://www.sipri.org/databases/milex
  12. Varas, A. (1987). Los militares en el poder: Régimen y gobierno militar en Chile, 1973-1986. Santiago: Pehuén.

LA POLÍTICA MILITAR DE LA TRANSICIÓN Y LOS NUEVOS DESAFÍOS DE LA DEFENSA NACIONAL

Martín Sanzana. Doctor en Planificación, director centro INEDH Concepción.

Resumen

Para las fuerzas políticas que se plantean como alternativa frente a la derecha y los derivados de la Concertación, los episodios recientes de corrupción, montajes e insubordinación en las fuerzas armadas y policiales demandan una reflexión de mayor alcance sobre las tareas pendientes en la relación entre militares y sociedad, así como delinear con más claridad los rasgos de una política propia en materia de defensa.

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Núcleo formador del Estado. Guardia pretoriana de los intereses oligárquicos/burgueses. Subsistema burocrático-mesocrático modernizador. No cabe duda que los militares han sido determinantes en la conformación de la sociedad chilena. Su decisiva influencia en configurar el actual régimen es por todos conocida, tanto por la refundación económica, social y político-constitucional que impusieron durante la dictadura, como por su poder de veto en la transición democrática. Aún así, de tiempo en tiempo, vuelve a emerger desde la sociedad la constatación de un desconocimiento acerca de los militares, sus instituciones y sus formas de relación con los distintos grupos sociales. Para la izquierda ese déficit en conocimiento y elaboración política ha resultado problemático, ya sea causado por vacíos teóricos o por querellas históricas. Pero la escasez de reflexión y política pública al respecto no es un problema cualquiera ni se limita a un sector en particular. En última instancia se trata de reconocer -y reducir- los factores que limitan el legítimo ejercicio de gobierno y, por ende, las posibilidades de transformación y mejoramiento social, algo relevante a considerar en el contexto de fin de ciclo político.

Tras contextualizar las relaciones cívico-militares y políticas de defensa recientes, en el presente texto se sugiere que el problema central que emerge sobre la política militar de la transición no es tanto de continuidad, sino de búsqueda de nuevos enfoques.

  1. El pinochetismo como determinante de las relaciones cívico-militares

Hasta fines de los años sesenta la imagen social predominante sobre los militares en Chile era de austeridad, ensimismamiento y no deliberación. Pero en ese mismo periodo décadas de relativa desmejora en sus condiciones materiales institucionales[1] se fueron combinando con una modernización trunca orientada por los Estados Unidos con énfasis en la doctrina de seguridad nacional[2]. Durante el gobierno de la Unidad Popular, el sistema político no logró procesar las demandas cruzadas de modernización, seguridad y democratización motivadas por transformaciones en la estructura social y la descomposición de las relaciones entre y al interior de las clases, en partículas las medias de las cuales los militares formaban parte como asalariados estatales. Con el golpe de estado de 1973, las fuerzas armadas ocuparon militarmente el Estado, el territorio y las relaciones sociales, cual pequeño Leviatán. Aunque subordinadas al proyecto neoliberal, mantuvieron para sí mismas espacios de excepción más bien desarrollistas. Bajo la sombra bélica sortearon los ajustes monetaristas de los años setenta, expandiendo significativamente su presupuesto entre 1975 y 1981. Aumentaron su autonomía corporativa indexando ingresos a las ventas netas de la estatal Codelco. Se eximieron de reformas en salud, trabajo y previsión, continuaron en barrios militares segregados y con una esfera de justicia propia. Su propia acción insurreccional y subordinación a un caudillo sanguinario contribuyó a separarlos del mundo civil, lo cual se profundizó con la Constitución de 1980, donde la soberanía se desplazó desde el “pueblo” a la “nación”, con las fuerzas armadas guardianes designados del orden institucional.

Aunque hay quienes afirmen que con un lápiz y papel se derrotó a Pinochet”, hay abundante testimonio que la resistencia al régimen fue muy sacrificada e incluyó diversas formas de rebelión. Ni tampoco la derrota del SI resultó absoluta. Los militares llegaron a la transición con el mando y la capacidad militar intactos, algo que Pinochet usó para forzar una forma de coexistencia político-militar. Tras imponer una profunda y radical reestructuración social, lograron de sus principales adversarios políticos la aceptación explícita del marco institucional existente y su adhesión a un modelo económico capitalista. Durante la transición los objetivos de las fuerzas armadas fueron asegurar sus prerrogativas constitucionales de veto, defender la amnistía de los militares involucrados en violaciones a los derechos humanos (sobretodo al propio Pinochet), y resguardar niveles de plena autonomía en el financiamiento y gestión de la defensa nacional[3]. En contrapartida, la Concertación desplegó una realpolitik que buscó “asegurar la transferencia del gobierno, aunque no se lograra la simultánea y equivalente del poder”[4]. Mediante tácticas distractoras, de contención y ocasionales gallitos, se trató de neutralizar el sabotaje del circulo pinochetista que como fuerza política armada que resguardaba su espacio vital de poder e impunidad. El gobierno de Aylwin privilegió alcanzar una supremacía civil, tratando de establecer sino la autoridad al menos el reconocimiento del Ministerio de Defensa y regularizando la existencia de un Estado Mayor de la defensa, sin resolver problemas de subordinación política, excesiva autonomía, falta de integración y coordinación de y con las fuerzas armadas, ni menos la salida de Pinochet.

Una Concertación incapaz de realizar su victoria en el plebiscito de 1988, es decir, desarticular las relaciones que sostenían la reproducción del poder social del adversario, renunció a resolver los problemas militares de la lucha democrática: el desarme y desarticulación de la dirección política del pinochetismo en las fuerzas armadas[5]. Incentivando los planes de modernización y lineamientos estratégicos presentados por cada arma, la Concertación apostó a la profesionalización para limitar gradualmente la capacidad de intermediación de Pinochet. La búsqueda de verdad y justicia en el tema de los derechos humanos respondió a la presión de las propias agrupaciones de víctimas y sus familiares, aunque también por cálculo político el gobierno impulsó medidas como el informe Rettig y políticas de reconciliación que mejoraron su capacidad de negociación frente a los militares, apuntando a acelerar la pacificación política. Aunque se habló de “vuelta a los cuarteles”, no se afectaron los roles constitucionales de tutela militar sobre la democracia que legalmente situaban a los comandantes en jefe “fuera” de los cuarteles.

En el gobierno de Frei Ruiz-Tagle se aceleró la modernización y reorganización operativa de las distintas ramas armadas y se multiplicaron los acuerdos de cooperación militar binacional, iniciándose un ciclo de grandes y costosas adquisiciones de material bélico. Bajo la fluidez de la “democracia de los acuerdos”, las relaciones con el Ejército se fueron distendiendo, a costo de cierta vista gorda de las autoridades civiles ante irregularidades y de un retrasar mayores controles y contrapesos a la excesiva autonomía de las fuerzas. Evidencias de corrupción en las fuerzas armadas han existido en todo el largo período dictatorial y transicional, con reportes en torno a apropiación ilícita y enajenación irregular de inmuebles, contrabando y tráfico de drogas y armas, y diversos modos de manejos impropios de fondos. Las transacciones que involucraron al hijo mayor del general Pinochet pueden leerse en esa clave de privilegios, mientras que las cuentas en el extranjero del propio Pinochet fueron justificadas como parte de la operación de repliegue y aseguramiento del núcleo del régimen. Tampoco acá se trató de hechos individuales sino de corrupción institucional, en tanto involucraron la responsabilidad de los mandos y así deberían haber sido juzgadas[6]. La elaboración del Libro Blanco de la Defensa Nacional en 1997 y 2002 fue un avance en el planteamiento de políticas de defensa desde el Gobierno y la búsqueda de mayor transparencia, pero el período marca también nuevas turbulencias generadas por la designación de Pinochet como senador y luego por su arresto en Londres. De allí surgen iniciativas de normalización cívico-militar como la mesa de dialogo para avanzar en el esclarecimiento de las violaciones de los derechos humanos, asumida tácticamente por el Ejército como forma de asegurar el compromiso del gobierno con el retorno de Pinochet al país y marcar una etapa de mayor distanciamiento con el periodo dictatorial.

  1. Progresión y agotamiento de la política militar de la Concertación

Junto al (lento) desprestigio de Pinochet en la derecha por el caso Riggs, se va reduciendo también el apoyo público de las fuerzas armadas a Pinochet. Con el general Cheyre en la comandancia en jefe, el Ejército desplegó nuevas iniciativas para normalizar las relaciones cívico-militares, incluido un polémico “nunca más” [7], y buscó acelerar el cierre político del “desfile” de militares ante tribunales.. En contrapartida la tragedia de Antuco mostró la continuidad de una cultura interna de abuso jerárquico que dañó la imagen de profesionalismo del Ejército. Muy significativamente el año 2006 se promulgó la Ordenanza General del Ejército, como ejemplo de propuesta actualizadora de la mentalidad y el rol de los militares hacia una nueva etapa que evitara tanto el intervencionismo como el ostracismo. La Ordenanza promueve la interoperabilidad y polivalencia de las fuerzas en un conjunto de tareas que sobrepasan ampliamente la disuasión e incluyen la cooperación internacional, la cooperación al desarrollo nacional y la contribución a la unidad y cohesión nacional. De allí emerge el concepto de “profesionalismo militar participativo” que valida la acción institucional de los militares en la sociedad, respaldando de paso la demanda por los recursos y autonomía que estas aspiran. Casi simultáneamente, el gobierno de Lagos logra la aprobación de reformas constitucionales que redujeron la incidencia política de las fuerzas armadas.. Lo anterior sin dejar de respaldar la modernización material de las ramas, lo que significó entre 2002 y 2011 un incremento del gasto militar de US$ 1.780 millones a US$ 5.687 millones[8]. Todo ello supuso la culminación de una etapa de normalización cívico-militar.

Sin embargo, pese a los avances en materia de modernización de la gestión militar interna en ese periodo, tampoco se resolvieron los problemas estructurales de supervisión civil y contraloría a las fuerzas armadas. Como omisión destacada no se motivó suficientemente a que las fuerzas armadas avanzaran en la integración de dos temáticas que se han vuelto fuentes de tensión y conflicto: ambiente y asuntos indígenas. De la primera, las fuerzas armadas se han venido haciendo cargo lentamente, pero aún desde una combinación de versión empresarial (responsabilidad social y certificaciones de calidad) y discursos de amenazas ambientales globales que no asumen los impactos propios del modelo extractivista chileno en el ambiente y en la soberanía de recursos naturales. En el tema indígena los silencios son densos, al punto que en la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato a los Pueblos Indígenas, convocada por el Presidente Lagos y presidida por el ex Presidente Aylwin, se omitió cualquier participación de las fuerzas armadas.

Habiéndose aprobado en 2010 una reestructuración del Ministerio de Defensa que fortalecía el rol del Gobierno y pese al menor peso del pinochetismo, en los gobiernos de Michelle Bachelet, y en el primero de Sebastián Piñera se observa un estancamiento relativo de la agenda cívico-militar. Tanto como ministra de defensa y luego en su primera presidencia, una Bachelet auto-identificada con la “familia militar” apoya decididamente la proyección de los militares en operaciones de paz internacional, así como una mayor incorporación de las mujeres. Aunque respalda los incrementos de presupuesto, despliega una gestión que choca con las proyecciones de las fuerzas armadas de ocupar un mayor rol social. Esta tensión se evidencia con la crisis de la gestión del 27F, en la cual la Armada no comunica adecuadamente la alerta de tsunami; la ONEMI y la propia Presidencia no demuestran capacidad de mando sobre las fuerzas armadas para enfrentar la catástrofe, y el Ejército es llamado a hacerse cargo de la seguridad pública de las zonas afectadas y bajo toque de queda. En el segundo período de Bachelet aumentó la tensión con las fuerzas armadas, en particular el Ejército, en parte por la continuidad de los juicios de derechos humanos y en parte por la resistencia que generaba en La Moneda ese modelo militar participativo, que analistas definieron como la “extensión de sus roles mas allá de sus tareas profesionales”[9], que no significaban deliberación pero sí un alto grado de autonomía en el ejercicio de esa polivalencia.

En cuanto a Piñera, ejerció en su primer gobierno un rol contradictorio en materia de defensa. Basada en el esquivo concepto de “seguridad ampliada”[10], su propuesta de Estrategia Nacional de Defensa y Seguridad no hizo más que tratar de reordenar gerencialmente la defensa hacia los problemas centrales de la gobernanza neoliberal globalizada, es decir, policiamiento de flujos económicos, información, recursos naturales, crimen organizado y la propia población. Multiplicando instancias nuevas y de baja consistencia (comité interministerial de seguridad, grupo de trabajo público-privado y comisión de participación ciudadana abierta a especialistas civiles) dicha directiva no abordó cuestiones cruciales en el ejercicio de la soberanía, los conflictos vecinales, la corrupción, o los asuntos pendientes en derechos humanos y normalización de la relación cívico-militar. Ambos, Bachelet y Piñera, desplegaron una política exterior voluntarista, contradictoria y no integrada con las políticas de defensa, que se fosilizó en un legalismo exacerbado y una idealización de la disuasión militar armamentista. Mientras Bachelet privilegió la integración regional con bastante ingenuidad ideológica, en particular con Bolivia, Piñera supeditó la política exterior a los intereses comerciales, implementando con su Canciller Moreno la tesis de las “cuerdas separadas”, lo que culminó en una estruendosa derrota ante Perú en La Haya, convenientemente opacada gracias a los diferendos con Bolivia.

Con el agotamiento de la Concertación y la emergencia de una ultraderecha con referentes globales, la alianza Cheyre-Lagos como modelo de relación cívico-militar republicana perdió piso, y reemergieron los temas de derechos humanos.. Fue Piñera quien ejecutivamente cerró el penal Cordillera y señaló las responsabilidades históricas de los “cómplices pasivos” en las violaciones a los derechos humanos, catalizando el malestar del pinochetismo disperso en una corriente política más activa. Al mismo tiempo, desde el procesamiento de Pinochet, el Poder Judicial tomó una mayor iniciativa en los casos de violaciones a los derechos humanos, a lo cual los gobiernos de Bachelet respondieron con un activo programa de derechos humanos del Ministerio del Interior.

Mas allá de su eventual responsabilidad penal, el procesamiento de Cheyre operó ante el mundo militar como demostración del fracaso de la estrategia de los civilistas, y la confirmación de las teorías conspirativas de los militaristas, difundidas por el club de oficiales procesados. El tema de los derechos humanos, utilizado por la Concertación durante años como factor de cohesión política y moneda de cambio ante negociaciones con la derecha, adquirió en el debilitado gobierno de la Nueva Mayoría un mayor peso identitario. El intento de Bachelet de cerrar Punta Peuco al final de su gobierno provocó el boicot de parte de su gabinete, las críticas transversales del partido del orden, y más relevante aún, la deliberación de oficiales activos y en la reserva que manifestaron públicamente su rechazo a la medida, tácitamente amenazando ante nuevas acciones en ese sentido. No es casual que en el actual gobierno de Piñera, su coalición haya retrocedido en esa materia -tramitando indultos por causas humanitarias- y revelando la mayor influencia de la red de militares procesados en esas causas, lo que coincide con el avance de sectores de la derecha pinochetista por ahora encabezados por José Antonio Kast. Ese avance puede incrementar la participación de militares en política, dependiendo de la velocidad de descomposición del sistema político y deslegitimación de las instituciones, cuyas consecuencias no es posible anticipar.

En las antípodas del neo-pinochetismo, el emergente Frente Amplio ha planteado algunas propuestas en política militar, en general bastante próximas a las de los analistas civiles, como derogar la ley reservada del cobre, escrutinio de la Contraloría, reformar la justicia militar, democratizar el acceso a la carrera militar, valorar los derechos humanos y la integración con el mundo civil, polivalencia activa de las fuerzas armadas en desastres y catástrofes naturales, extender el período activo de los militares, etc. Otros planteamientos se asocian más a los de las agrupaciones de derechos humanos, como la degradación y desvinculación de los militares condenados y la eliminación de símbolos celebrativos de los condenados por crímenes de lesa humanidad. Quizás lo más interesante y poco desarrollado dice relación con la carrera única, que eliminaría la rígida división entre oficiales y sub-oficiales.

Los casos de los pertrechos, el milicogate y pacogate, las transacciones de inmuebles fiscales, los viajes, las comisiones por compra de armamento, o la venta de armas a narcos, sugieren que con la des-pinochetización institucional de las fuerzas armadas la corrupción no desapareció sino que mutó. Aunque el gasto militar total en Chile ha tendido a la baja desde 1988, situándose en torno al 2% del PIB[11], es un gran volumen de recursos en un contexto de múltiples necesidades, lo que ha contribuido a debilitar la credibilidad social de las instituciones militares. En lugar de objetivos políticos jerárquicamente definidos -fuesen estos lealtad, seguridad, chantaje o represión-, ahora el uso indebido de recursos y poder se lleva a cabo por redes que, al amparo de la discrecionalidad corporativa y de la debilidad de los sistemas de control, buscan meramente el enriquecimiento ilícito y el usufructo de privilegios irregulares. Estos son indicios de descomposición de la disciplina militar, y existencia de una cultura del aprovechamiento observable en otras esferas de la sociedad. Los efectos disruptivos de este fenómeno pueden profundizar las divisiones cívico-militares, fracturar la unidad de las fuerzas, e incluso socavar la efectividad de las instituciones de la defensa, aumentando la vulnerabilidad ante poderes corruptores y cooptadores internos o externos.

Frente a escenarios de corrupción militar e insubordinación policial de alto impacto mediático, el segundo gobierno de Piñera procedió a renovar casi la mitad del alto mando del Ejército, e ingresó indicaciones al proyecto para derogar la Ley Reservada del Cobre. Se aprobó también la extensión de la carrera militar para mitigar los elevadísimos costos previsionales de la defensa. En Carabineros, Piñera destituyó al General Director y renovó parcialmente el alto mando, ingresando un proyecto para obtener un mayor control administrativo y operativo de las policías por parte del poder civil. En ello sigue la recomendación de analistas civiles en cuanto a avanzar hacia mecanismos efectivos de control a la gestión, así como establecer un sistema de financiamiento más transparente de las instituciones militares y de orden, apuntando así a una mayor subordinación de éstas al poder civil legalmente constituido.

En febrero de 2019 se registraron simultáneamente fuertes aluviones en el norte y múltiples incendios en el sur del país. Frente a la contingencia, Piñera declaró el estado de excepción constitucional de catástrofe en las regiones de Bio Bío, Araucanía y Los Ríos. Con ese decreto una autoridad militar se hace cargo de coordinar a todos los organismos y servicios públicos en cada región, y queda responsable de la seguridad pública. Dicha medida, que no se aplicó sin embargo a la catástrofe del norte, había sido propuesta antes de los incendios por el cuestionado ministro del interior Chadwick como forma de restablecer el “estado de derecho” en la Araucanía tras el asesinato de Camilo Catrillanca. Ahora bien, dada la recurrencia en Chile de eventos catastróficos de origen geo-climático, agravados por históricas deficiencias en la planificación del ambiente construido y en la gestión ambiental, esta situación abre varias interrogantes respecto de la gestión del Estado en caso de catástrofes y el rol de las fuerzas armadas en éste.

  1. Hacia una nueva política democrática de defensa

Repensar los problemas militares desde la vocación de transformación social demanda generar nuevos modos de visualizar la defensa de la sociedad y el rol de las fuerzas armadas. Ello implica revisar críticamente las metas concertacionistas de subordinación de los militares a los gobiernos civiles para asegurar la gobernabilidad neoliberal, superar la lógica predominantemente reactiva y parcelada de las reformas legales, y reconocer que la política de defensa no puede agotarse en la búsqueda de justicia a las violaciones de derechos humanos en dictadura. De allí emergen varios nudos críticos concatenados:

i. Relaciones cívico-militares. El factor último de incertidumbre con respecto a la defensa nacional no radica tanto en amenazas fronterizas sino en la incapacidad de la propia sociedad de re-generarse democráticamente. Sin desconocer posibles escenarios bélicos, s destaca la enorme dificultad del Chile contemporáneo en reconocer su heterogeneidad y definir modos legítimos de resolución de diferencias cohesionándose tras un proyecto común. Más que decretar reconciliaciones o regalar indulgencias, se requieren diálogos y acuerdos constituyentes que proyecten tareas basadas en mayor colaboración cívico-militar, y el reconocimiento histórico a grupos sociales y étnicos reprimidos militarmente. La defensa de la soberanía una tarea de la sociedad toda que no se puede delegar totalmente en un cuerpo armado sin engendrar distorsiones. Concebir fuerzas armadas como un cuerpo social aparte, y no como ciudadanos y ciudadanas en armas, difícilmente conduce a otro resultado que a una profunda división social, donde la parte más poderosa puede vencer y someter a la más débil pero nunca asegurar la unidad necesaria para defender al país en una era de turbulencias globales.

ii. Rol de las fuerzas armadas. Si relegar a los militares a los cuarteles aleja a su vez los civiles de los temas de defensa[12], no cabe por el contrario que los militares auto-asuman responsabilidades propias de los gobiernos civiles. Más que a relaciones de fuerza circunstanciales, la búsqueda de un equilibrio en esa materia debe supeditarse a acuerdos generados y ratificados por una deliberación social colectiva. Así, la polivalencia militar no puede excusar a la clase política de profundizar la descentralización a nivel regional y local, en los cuales las fuerzas armadas suelen rutinariamente contribuir. Los gobiernos civiles tampoco pueden evadir sus responsabilidades en mejorar los sistemas de prevención y gestión de catástrofes, en las cuales las fuerzas armadas colaboran. Y es particularmente grave la decisión del actual gobierno de usar el estado de excepción para militarizar la Araucanía y proseguir una guerra no declarada contra los mapuche, maniobra antidemocrática de sectores políticos que buscan realizar con los militares tareas para las cuales no cuentan ni con la fuerza política ni acuerdo social suficientes. Propositivamente, en la reorientación del agotado modelo neoliberal podríamos aspirar también a que el complejo militar contribuya a una industrialización avanzada y no-extractivista, con un mayor rol estratégico del Estado, una renta justa de los recursos naturales, y frenando depredación ecológica y desestructuración social.

iii. Políticas públicas de defensa. Es fundamental que las agendas cortas se articulen con agendas de reforma intersectoriales y de largo plazo. Para ello las políticas hacia el subsistema militar deben considerar la urgencia de regenerar la política y conducir la sociedad hacia un proyecto común. Esto demanda generar una estrategia de defensa bajo la cual se reconozcan consensualmente los bienes públicos a proteger, se identifiquen las amenazas y se establezcan los medios legítimos para alcanzar objetivos de corto, mediano y largo plazo. A partir del replanteamiento geopolítico y actualización de la doctrina militar, se pueden considerar cambios organizacionales y en la carrera militar coherentes con las necesidades estratégicas. Todo ello supone además fortalecer una comunidad de defensa con funciones claras, autonomía de las partes y mayor protagonismo de la sociedad civil. También en el campo de políticas públicas está la pendiente desmilitarización de Carabineros y avanzar en políticas sociales integrales que incorporen aspectos de seguridad.

iv. Organización de la defensa. El marco actual de funcionamiento ha llevado a niveles altos de improvisación y descoordinación entre instituciones castrenses, políticas de Estado y políticas de gobierno. Subsanarlo demanda mayor especificación legal y reglamentaria de las atribuciones, contrapesos y controles de cada instancia, sin menospreciar el ejercicio de liderazgo de la autoridad civil dentro de un esfuerzo de modernización, transparencia y des-burocratización de la gestión pública. Los mecanismos de gestión financiera deben apuntar a racionalizar y reorientar el gasto militar bajo orientaciones estratégicas, sancionando oportunamente las irregularidades. Reconociendo la singularidad de la profesión castrense, el debate sobre los altísimos costos de salud y previsión de las fuerzas armadas no debe separarse de una reforma global de la seguridad social en Chile, ni el debate sobre la duración de la carrera militar puede eclipsar la reflexión sobre los funciones, tareas y contenidos de esa carrera.

  1. Hansen, R. (1967). Military culture and organizational decline: a study of the Chilean army (Doctoral dissertation, University of California Los Angeles).
  2. Joxe, A. (1970). Las fuerzas armadas en el sistema político chileno. Santiago: Editorial Universitaria.
  3. Fuentes, C. (2006). La transición de los militares. Santiago: Lom Ediciones.
  4. Böeninger, E. (1997). Democracia en Chile: lecciones para la gobernabilidad. Santiago: Editorial Andrés Bello, p. 395.
  5. Gutiérrez, N. (2018). El MIR vive en el corazón del pueblo. Concepción: Ediciones Escaparate e Inedh.
  6. Tótoro, D. (1998). La cofradía blindada: Chile civil y Chile militar: trauma y conflicto. Santiago: Ed. Planeta; y Weibel, M. (2016). Traición a la patria.» Milicogate». El millonario desfalco de la Ley del Cobre: La historia oculta de la corrupción en el Ejército de Chile. Santiago: Aguilar.
  7. Rodríguez, J. (2018). Historia de la relación civil-militar en Chile: Desde Frei Montalva hasta Michelle Bachelet Jeria. Santiago: FCE.
  8. Datos compilados por el Banco Mundial. Ver: https://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.CD?locations=CL
  9. Agüero, F., Fuentes, C., y Varas, A. (2017, 2 de enero). Fuerzas Armadas, fin de una época. El Mercurio.
  10. Thauby, F. (2012, 7 de agosto). Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa: errores no forzados. fernandothauby.com.
  11. Datos del Stockholm International Peace Research Institute. Ver: https://www.sipri.org/databases/milex
  12. Varas, A. (1987). Los militares en el poder: Régimen y gobierno militar en Chile, 1973-1986. Santiago: Pehuén.

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Autor(es)

Martín Sanzana

Doctor en Planificación, director centro INEDH Concepción.