“Chalecos amarillos” en francia: Potencias y límites del descontento
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Hace casi veinticinco años, el sociólogo Pierre Bourdieu intervenía en el debate público para apoyar masivas movilizaciones en Francia que, a su juicio, luchaban por la defensa de lo que caracterizó como “una civilización asociada a la existencia del servicio público y la igualdad republicana de los derechos a la educación, la salud, la cultura y, en particular, el trabajo”[1]. En los comienzos de la destrucción del Estado del Bienestar forjado tras las guerras libradas en el suelo europeo, Bourdieu cuestionaba el ascenso de las tecnocracias que equiparaban la razón con la racionalidad económica, así como a los intelectuales que oponían la comprensión racional del mundo a los intereses populares de las mayorías. En específico, Pierre Bourdieu apuntaba al filósofo Paul Ricœur, quizás no tan irónicamente el mentor de quien ha intentado décadas después implementar de modo más radical la agenda neoliberal en Francia: el Presidente Emmanuel Macron.

Su curiosa trayectoria es, de hecho, sintomática del proyecto que encarna. Tras estudiar filosofía en una universidad pública, pasa a graduarse en finanzas en la elitista Escuela Nacional de Administración. Dedicado al mundo de los negocios, redacta informes financieros para el gobierno derechista de Nicolas Sarkozy, después de lo cual se transforma en ministro de Economía del gobierno socialista de François Hollande. Luego de una fugaz militancia en el PS (3 años), crea el movimiento ¡En Marcha! (cuyas iniciales coinciden con las de su propio nombre), aprovechando la relativa fama que adquiere como rostro de la “renovación política”.

Mediante un liderazgo carismático acompañado de un discurso tecnocrático que busca superar la distinción entre izquierda y derecha y terminar con la corrupción estatal, Macron vence en la primera vuelta presidencial del 2017 obteniendo poco más del 24% de la votación, en contraste con el escuálido 6,7% que obtiene el candidato de continuidad del gobierno de Hollande, Benoît Hamon. El dato es expresivo de la crisis de los partidos tradicionales que habían gobernado desde 1956 la V República francesa. Más aún si se considera que los oponentes más fuertes a Macron provienen de otros partidos no tradicionales: la ya conocida nacionalista de derecha Marine Le Pen, quien obtuvo el 21% y el ex socialista Jean-Luc Mélenchon, quien casi alcanza el 20% de los votos con la alianza Francia Insumisa que funda y lidera para las elecciones, con un discurso nacional-popular no lejano a la retórica de Podemos y otros populismos de izquierda. Ante la segunda vuelta con Le Pen, Macron obtiene tanto el voto antifascista por el mal menor como la venia de las élites financieras y políticas internacionales que percibe en Le Pen una amenaza para la Unión Europea, al punto que Obama y Merkel declaran su apoyo a Macron, quien finalmente casi dobla a Le Pen en segunda vuelta, asumiendo en mayo del 2017 como el gobernante de la República más joven desde Napoleón.

Antes de que se cumpla la primera mitad de su gobierno, el liderazgo de Macron se halla en crisis. Al desalojo de la ZAD en Notre-Dame-des-Landes[2], se sumó el llamado “affaire Benalla”[3], seguido poco después por la renuncia del ministro de la Transición Ecológica, Nicolas Hulot, en agosto de 2018, quien declaraba al momento de anunciar su renuncia por la radio que “no quería seguir mintiendo”, haciendo directa referencia al nulo avance y las pocas perspectivas de cambio en materia energética y medioambiental. Su renuncia era la quinta baja en el gabinete de Macron. Identificado popularmente como “el Presidente de los ricos”, las transformaciones que ha impulsado su gobierno son cuestionadas por la mayoría de la población francesa. Entre ellas, la supresión del impuesto a la riqueza[4], las propuestas de reforma al estatuto laboral de los trabajadores ferroviarios (los “cheminots”)[5], y la inédita instauración de la selección en las universidades francesas. Con tales medidas, el gobierno de Macron despliega transformaciones neoliberales que ni siquiera Sarkozy había osado, al punto que se ha instaurado un cobro especial para la inscripción en las universidades públicas a estudiantes extranjeros no provenientes de la Unión Europea, que pasará de 170 a 3.770 euros anuales, con el objetivo declarado de hacer más atractiva la universidad francesa en el extranjero (sic). Ello no sólo contrasta con el fuerte imaginario republicano arraigado en el país, que identifica la ciudadanía con el acceso gratuito a los derechos, sino que, además, abre la pregunta de si quienes porten pasaporte europeo, o acaso francés, deberán pagar también montos similares en un mediano plazo.

Ante ello, el movimiento estudiantil francés inició tomas de campus y movilizaciones en distintas ciudades, atravesadas por las fantasías que suscitaba el retorno del “mayo del ‘68” a 50 años de su conmemoración. En simultáneo, las movilizaciones de los trabajadores ferroviarios también fueron relevantes durante el primer semestre. Sin embargo, ni el movimiento estudiantil ni el sindical lograron establecer un conjunto de propuestas unitario que pudiera condensar masivamente el malestar más allá de sus respectivos movimientos, a la vez que el liderazgo personalista de Mélenchon apostó por capitalizar para su movimiento ese malestar. De este modo, ninguna figura o movimiento pareció capacitado para mediar en el sistema político un malestar ante el neoliberalismo que excede a las distintas demandas en particular.

Es en medio de ese bloqueo político que emerge el impredecible movimiento de los “chalecos amarillos” (“gilets jaunes”). Gatillado inicialmente por el anuncio del alza al impuesto del consumo individual de combustibles, que afecta particularmente las economías familiares de la población que habita zonas rurales de Francia (la población que para su diario vivir depende de un uso intensivo del automóvil), el movimiento comienza con el bloqueo de rotondas y peajes, y con el uso masivo del chaleco reflectante de color amarillo, implemento que por ley —al igual que en Chile a partir del 2016— deben utilizar todos los automovilistas en caso de desperfecto o accidente. De este modo, una medida que buscaba presentarse como una política ecológica progresista[6], pero que no alteraba el régimen impositivo de las grandes empresas, termina muy pronto por revelar el carácter neoliberal de un gobierno incapaz de pensar en otro reparto fiscal y energético. Asimismo, la protesta vinculada a formas individuales de consumo termina gatillando la expresión de un descontento político compartido.

En un país política y culturalmente centralista, el movimiento germina desde las regiones, con una presencia importante de mujeres entre sus filas, aunque sin una agenda explícitamente feminista, y con poca presencia de inmigrantes o población afro-descendiente. Sin una organización, ideología o liderazgos del todo definidos, sus movilizaciones convocadas cada sábado comienzan a crecer y rápidamente se desplazan de las regiones al centro de París y las grandes ciudades, alcanzando su clímax en diciembre del 2018, con gran masividad de convocatoria y fuertes enfrentamientos con la policía en las calles de los barrios más ricos de París. Tras ello, el Gobierno anuncia el congelamiento provisorio del alza de impuestos y la realización de un “Gran Debate Nacional”, que no siendo mucho más que un cuestionario abierto a través de internet, junto a la posibilidad de organizar cabildos locales, se revela como una medida de contención de limitado alcance y legitimidad (y que en algún punto recuerda, por lo demás, la estrategia diseñada por el último gobierno de Bachelet en torno al llamado “proceso constituyente”). Rápidamente en las movilizaciones, de hecho, apareció la consigna no queremos debatir, queremos decidir. La lógica tecnocrática de Macron, sin embargo, está bastante lejos de ceder en ese punto y recular en su agenda privatizadora. Tras ya cuatro meses de movilizaciones, la apuesta del gobierno parece ser la de esperar el desgaste del movimiento, acompañado, por cierto, de una inusitada represión que cuenta ya con más de 100 heridos graves, entre los que se cuentan 14 personas que han perdido un ojo producto del impacto de “balas de defensa”.

La retórica que acompaña las propuestas enrostra a Macron la falsedad de sus promesas en los términos que él mismo había legitimado: a saber, defender los intereses de “individuos corrientes” sin ser ni de izquierda ni de derecha, lo que Macron no puede realizar dado que su compromiso con los intereses millonarios imposibilita la transversalidad prometida. Puede que sea precisamente por su indeterminación, y no pese a ella, que el movimiento haya adquirido la masividad de la que carecieron las protestas previas contra el gobierno de Macron.

En efecto, las formas de asociación del movimiento se vinculan a las redes sociales antes que a los sindicatos, federaciones o partidos políticos, a la vez que en su discurso se combinan elementos de la derecha y la izquierda. La heterogeneidad de las protestas lideradas por un movimiento sin formas de pertenencia claras ha visibilizado en las calles desde grupos de ultraderecha hasta anarquistas, lo que se replica en los distintos pliegues de demandas que han sido producidos y reproducidos informalmente por quienes participan o simpatizan con el movimiento. Entre ellas, por ejemplo, pueden hallarse el alza del salario mínimo y de las jubilaciones, pero también, la ambigua solicitud de devolución a su país de origen de las personas a las que se les ha denegado el derecho de asilo, solicitud que aparece poco después de haber demandado la colaboración de la ONU para garantizar los derechos humanos de los refugiados[7].

En ese sentido, para la izquierda francesa ha resultado difícil tomar posición ante un movimiento que simultáneamente se acerca y aleja de sus demandas históricas. Las figuras públicas de la izquierda en el campo intelectual francés guardaron un silencio sintomático ante las primeras manifestaciones, que harto contrasta con el apoyo que rápidamente suelen proclamar frente a otras movilizaciones. Ha sido sólo después de su crecimiento, y de su persistencia en el tiempo, que han surgido algunos de los análisis que pueden ser útiles para comprender los motivos y proyecciones del movimiento.

En un análisis bastante esclarecedor, Étienne Balibar vincula el descontento expresado por el movimiento con nuevas formas de trabajo en zonas rurales y urbanas. Contra la imagen promovida por el Gobierno de Francia como un país de emprendedores vinculados a la tecnología y de empresas emergentes (una “start-up nation”, en la jerga económica), el uso de las tecnologías ha servido para precarizar trabajos sin un tiempo o espacio que permita distinguir entre la vida y el trabajo, ni mucho menos garantizar los ingresos esperados. Antes bien, con la progresiva uberización del trabajo emerge un nuevo tipo de precarización que, de distintos modos en función de los niveles de profesionalización e inserción en el mercado, afecta el trabajo de manera transversal[8], aunque impactando de manera más aguda a la población migrante.

Es evidente que ese tipo de transformaciones no son nuevas en la economía europea. Sin embargo, el Estado francés había resistido al desmantelamiento neoliberal con mayor fuerza que otros de sus pares europeos. Lo que estalla hoy, en ese sentido, es cierto descontento ante la creciente desprotección que ya comenzaba a denunciar Bourdieu poco después de la caída del Muro de Berlín. Así pues, Jacques Rancière recuerda en una entrevista reciente a propósito del movimiento, que hasta hace poco parecía normal suponer el carácter público del transporte, el correo, el teléfono, la salud y otros bienes que podían suponer cierto tipo de igualdad, ante lo cual hoy es la desigualdad lo que parece mucho más evidente, incluso sin que tales servicios se hayan privatizado del todo[9].

El descontento generalizado es compartido también por quienes de hecho poseen una inclusión más clara en el mercado del trabajo, pues este ha dejado de garantizar el acceso a los servicios básicos. Según recuerda Judith Revel, un quinto de la gente que duerme en la calle posee un contrato laboral que puede permitir la posesión de un automóvil, antes que el arriendo de un espacio para vivir[10]. Esto otorga aun más heterogeneidad e incluso una cierta ambigüedad a la composición social del movimiento, lo que si bien impide reconocer inmediatamente una identidad de clase, permite en cambio redefinir el concepto de clase social de otro modo.

La articulación política de esas franjas, más allá del saludable rechazo al gobierno, sigue siendo un desafío. Los azares de la métrica permiten que sea fácil exigir la renuncia de Macron en las protestas (“Macron, démission!” se ha vuelto lugar común durante las concentraciones), pero sería imposible delimitar qué se propone tras ese slogan, ni menos aun precisar qué vendría después. La violencia callejera puede detener el alza de impuestos, pero difícilmente proponer modelos alternativos de educación, políticas migratorias o acceso a la salud. Lamentablemente, la izquierda francesa ha estado lejos de promover esa articulación. Mientras la Central General de Trabajadores (CGT) vinculada al Partido Comunista ha simpatizado tardíamente con las movilizaciones tras su rechazo inicial, desde las primeras movilizaciones Mélenchon apoya al movimiento con un intento de capitalización individual del descontento para las futuras elecciones, con una estrategia no del todo distinta a la de Le Pen. Como bien denuncia Antonio Negri, ha primado una lógica que intenta instrumentalizar el movimiento en lugar de potenciar su autonomía hacia una estrategia anti-neoliberal[11].

Para ello, evidentemente, no basta con que la izquierda manifieste o no su apoyo explícito a movilizaciones que han demostrado que no necesitan de ese apoyo para subsistir, y que de hecho pueden traspasar su descontento hacia otros sectores de la población, como sucede en otras zonas de Europa. Comentando la situación desde Brasil, cuyas movilizaciones del 2015 permitieron visibilizar un descontento no totalmente distinto al francés, y que terminó capitalizando Bolsonaro, Vladimir Safatle explicita que la actual crisis en las formas de gobierno puede dar pie tanto a lo peor como a lo mejor[12]. Para que prime lo segundo, es necesario superar tanto el fetichismo de la violencia callejera como el de la contienda electoral, para generar cierta politización que pueda transformar el descontento en una agenda que articule de manera más decidida las demandas de los movimientos de mujeres, migrantes, trabajadores/as y estudiantes, varias de las cuales hoy se hallan ausentes en las movilizaciones. Esto es, una política que pueda organizar el descontento sin suplantar a quienes se movilizan. Desafío, por supuesto, que no se limita a la izquierda francesa en un presente global que exige la construcción de una alternativa al neoliberalismo que incluya y sobrepase políticamente la agitación.


  1. Bourdieu, P. (2000). “Contra la destrucción de una civilización”. En Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal. Barcelona: Anagrama, p. 38.
  2. “ZAD” es la sigla para “Zone à défendre” (zona a defender). Conformada por cerca de 300 personas, principalmente ecologistas, la comunidad llevaba instalada allí desde 2009 para impedir la construcción de un gran aeropuerto y, con el tiempo, desarrollaron una organización colectivista y autosustentable. Fue violentamente desalojada en abril de 2018 por orden de Macron.
  3. El “affaire Benalla” refiere al caso de Alexandre Benalla, un funcionario de seguridad cercano a Macron, involucrado en una situación de violenta represión durante manifestaciones del primero de mayo de 2018 en París. Sin ser miembro de la policía, varios videos dados a conocer en julio de 2018 registraron a Benalla reprimiendo a manifestantes en pleno centro de la capital.
  4. El “Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna” (ISF), impuesto a la gran riqueza en Francia creado en 1989, fue reemplazado por el “Impuesto sobre la Fortuna Inmobiliaria” (IFI), en enero de 2018, medida emblemática del programa de gobierno de Macron.
  5. Se trata de una reforma al estatuto laboral de los trabajadores de la SNCF, la empresa estatal de ferrocarriles franceses, que pondrá fin, a partir del año 2020, al actual estatuto laboral, que garantiza mínimos de estabilidad, remuneraciones y condiciones de jubilación, así como servicios de seguridad social especiales.
  6. Inicialmente anunciada como parte de una agenda para la transición ecológica, la medida en realidad sólo tenía por finalidad una mayor recaudación fiscal, pero que afectaba única y exclusivamente a los usuarios particulares. Esta medida no se puede entender sin la renuncia, un par de meses antes, del ministro Nicolas Hulot.
  7. Ver el petitorio (no oficial) publicado en: Brioulet, C. (2018, 30 de noviembre). Les Gilets jaunes envoient une nouvelle version de leurs revendications, La dépêche.
  8. Étienne Balibar, (2018, 20 de diciembre). “Gilets jaunes”: the meaning of the confrontation, openDemocracy.
  9. Jacques Rancière, (2019, 20 de enero). Jacques Rancière sur les Gilets Jaunes, Mediapart.
  10. Judith Revel, (2019, 17 de enero). “La protesta de los chalecos amarillos tiene que ver con la vida, la gente dice: ‘No conseguimos vivir así’”, El Salto.
  11. Antonio Negri, (2018, 8 de diciembre). French Insurrection, Verso.
  12. Vladimir Safatle, (2018, 14 de diciembre). Paris queima, Folha de S.Paulo.

 


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Autor(es)

Alejandro Fielbaum

Licenciado en Filosofía. Estudiante de Doctorado en la Universidad de París 8.

Vicente Montenegro

Sociólogo. Estudiante de Doctorado en la Universidad de Toulouse II – Jean Jaurès.