Neoliberalismo y constricción de la política. Un balance político de la transición
2 diciembre 2018
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Carlos Ruiz. Sociólogo y Doctor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Presidente de Fundación Nodo XXI.

Camila Miranda. Egresada de Derecho de la Universidad de Chile. Directora de Fundación Nodo XXI.

Resumen

En este artículo se propone un balance político de la transición chilena, como contribución para pensar la situación política actual. En primer lugar, se aborda el carácter del denominado pacto de la transición, que define los límites de la política y la democracia en el contexto de los gobiernos civiles. Desde allí, se abordan los ideologismos que rodean al proceso de transición y la deriva adoptada por el debate político sustantivo en el seno de la Concertación. Se propone, por último, reconstruir el estatuto de la política en la sociedad chilena, teniendo en cuenta la centralidad que este espacio tienen para la recuperación de la libertad humana, en tanto lugar donde deliberar racionalmente sobre el tipo de sociedad que queremos.

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Cumplidos treinta años del plebiscito de 1988, nuevamente el ánimo general abre la oportunidad para un balance de la historia reciente. En este caso, uno político, que permita, en retrospectiva, no solamente identificar las herencias dictatoriales superadas o profundizadas en la etapa democrática, sino, ante todo, lo que la transición hereda al presente, a la situación política actual, en momentos en que se desenvuelve un incipiente proceso de reacomodo de las fuerzas sociales y políticas en disputa.

Dicha cuenta de la transición, por otro lado, no puede sino ubicarse en la trayectoria de un período neoliberal que ya resulta ser el más largo en la historia contemporánea de Chile. Un estructural cambio social, político, económico y cultural, de una hondura sin paragón, que alcanza con sus manifestaciones al conjunto de la región latinoamericana, por más que la experiencia chilena se alce como pionera en este contexto.

  1. El pacto de la transición o la sociedad democrática posible

La dictadura chilena es la experiencia más refundacional de las que registra la historia reciente de América Latina. Bajo su égida, los cambios económicos y sociales que se impulsan desarticulan a los principales actores de la etapa anterior, condicionándose el panorama social chileno. Las clases y grupos sociales que portaran los proyectos históricos del Chile desarrollista, especialmente la clase obrera y los sectores medios ligados a la esfera de la industrialización sustitutiva, son barridos de escena. El comienzo de tal transformación se ubica en la desindustrialización que acarrea la irrupción neoliberal, la cual define tempranamente la “pérdida del peso estratégico de la clase obrera”1 y desata en su lugar un crecimiento ininterrumpido de los trabajadores de los servicios, cuya tercerización no siempre responde a simples ocupaciones precarias de refugio. Parte del carácter de ese crecimiento es la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, implicando ello una segmentación del carácter de tales trabajos de servicios y, por tanto, valoraciones y precarizaciones alojadas a ello2. Respecto a los sectores medios, el llamado “emprendimiento forzado”, como una falsa empresarialización inicial, prosigue al desmantelamiento del viejo Estado empresario y, en especial, a sus antiguos servicios sociales, lo que obliga a la migración de las viejas burocracias estatales hacia el mundo privado3.

La desarticulación política, por su parte, sustentada en la política de represión ejercida por el Estado sobre las cabezas políticas y sociales de la izquierda, produce un cisma en sus partidos, otorgando un liderazgo inédito y sin contrapesos a ciertas élites y franjas reducidas de políticos e intelectuales que asumen la tarea de construir la oposición al régimen y de negociar los términos de la transición pactada. Estos últimos son justificados mediante la elaboración de una teoría política de la transición, que viabiliza la vía de la negociación con el régimen a partir del reconocimiento del marco constitucional establecido, completando un relato sobre el cambio social y político que predomina en los años siguientes4.

Es esta doble desarticulación social y política de los actores subalternos —incluidas las tradicionales capas medias y sectores obreros, y otras actorías que cumplieron papeles clave en la defensa de la democracia en dictadura, como los movimientos de mujeres5—, fraguada en dictadura y prolongada en democracia, la que singulariza la transición chilena como una en la que no existe una movilización anclada en sectores políticos movilizados. Y es que, heridas de muerte las bases de sustentación del ciclo anterior, se abre en el horizonte, ya en la misma negociación con que se supera la experiencia autoritaria, una utopía elitista de política sin sociedad que hará escuela en las décadas siguientes.

La “política de los acuerdos”, en que fluyen los consensos entre las nuevas élites civiles, los grupos empresariales y las garantías otorgadas al repliegue militar, caracterizan una transición marcadamente elitista y eminentemente procedimental, en la cual se proyecta hacia adelante una brecha entre lo social y lo político6. Respecto a esto último, se reitera ante las demandas sociales la necesidad de preservar el crecimiento económico y la estabilidad de la transición7. Una idea que hace abstracción del carácter y los efectos sociales diferenciados de tal orden de cosas, sustrayendo muchas funciones estatales de la política abierta, presentadas como “técnicas” y “apolíticas”.

En los años noventa avanza una “autonomización de la política”, efectiva en tanto se mantiene la desarticulación antes mencionada, que permite, a diferencia de otros países de la región, que los cambios económicos y sociales no constituyan fuentes de inestabilidad en la transición8. Se concibe el fortalecimiento del sistema de partidos como autonomización de las fuerzas sociales, sustrayéndose de los partidos políticos cada vez más, y como consecuencia de la propia profundización del modelo económico heredado, la promoción de intereses distintos a los del empresariado, que se convierte en el único grupo de presión con capacidad de proyectar la defensa de los suyos a través de los partidos o, en su defecto, sobrepasar la mediación de estos. La clientelización de las bases sociales de los partidos, por otro lado, una vez en el gobierno, agudiza la pérdida de sentido de toda militancia, favoreciendo aún más el divorcio entre política y sociedad. Con ello se debilita la capacidad representativa de la política, que se reduce a administrar los consensos impuestos.

Tal deterioro potencia la capacidad de determinación de “poderes extrainstitucionales” (empresariado, medios de comunicación, Iglesia Católica, Fuerzas Armadas y tecnocracias) sobre las políticas económicas, la dirección cultural y en el dominio de los espacios de base de la sociedad. Esto tiene que ver, en buena medida, con el hecho de que el pacto de la transición deviene proceso de renovación de las élites en el poder, pues la élite concertacionista se integra con la empresarial y militar, en un curso que luego asume la conveniencia de prescindir de Pinochet9. Al consolidarse el bicoalicionalismo una vez avanzada la política de los acuerdos entre gobierno y oposición, la tensión es con la cúpula castrense. En un Estado fundado en un consenso elitario, además, éste se abstiene de regular muchos ámbitos de las relaciones sociales, en especial el procesamiento de los conflictos sociales, profundizando la brecha entre la institucionalidad democrática y la política con la sociedad.

Buena parte de la desarticulación se reproduce ligada a las fuerzas del trabajo. Al permanecer lo esencial del Plan Laboral de 1979, en los años noventa apenas se rearticula el sindicalismo histórico. La privatización y tercerización de la economía, la desconcentración productiva y la flexibilización de las condiciones generales del trabajo, propician que la resistencia se diluya ante el embate empresarial sobre los servicios sociales y los recursos naturales. Internamente, un sindicalismo burocratizado al extremo complota para que esto se mantenga, por cuanto renuncia a construir nuevas bases de sustentación entre los nuevos asalariados, ajenos a las formas de sociabilidad tradicionales10.

Respecto al orden político y la situación de los militares, una idea de soberanía nacional y no popular justifica la permanencia de “enclaves autoritarios” como los senadores designados, el Tribunal Constitucional, el Consejo de Seguridad Nacional, el sistema electoral binominal, la autonomía y el papel de garantes de la constitucionalidad de las Fuerzas Armadas11. Tal situación, junto a las acciones de amedrentamiento que llevan adelante los militares, restringe la resolución del conflicto que permanece por las violaciones a los derechos humanos, desplazándolo de un gobierno a otro. Y es que, en la negociación del pacto transicional, se fragua una impunidad de las élites, que luego se proyecta hacia adelante en la opacidad de la política y de la justicia.

En el ámbito económico e institucional, se impone un consenso sobre las líneas económicas que indicaban la mantención de la economía abierta y desregulada, equilibrios macroeconómicos rígidos que aseguren la estabilidad financiera, el gasto social controlado y la aceptación de las privatizaciones heredadas. La institucionalidad se define por la debilidad reguladora de la política y por la mantención de un Estado “subsidiario” que renuncia al fomento productivo. En tales circunstancias, los aspectos fundamentales del modelo económico no sólo continúan, sino que se profundizan. De este modo, en los años noventa, a un mismo tiempo disminuye la pobreza y crece la desigualdad, poniendo a Chile a la cabeza de los países socialmente más polares no sólo de América Latina, sino del mundo, en pleno proceso de crecimiento económico. La concentración económica aumenta notablemente, y las dimensiones de los grandes grupos económicos alcanzan una dimensión que, por primera vez, les permite una agresiva expansión por el subcontinente.

Pero, además, bajo los cimientos de la refundación capitalista, emerge un “capitalismo de servicios públicos” en base a profundizar la ola privatizadora iniciada en la etapa autoritaria12. Así, a la privatización de las pensiones, que origina masas de capital capaces de dinamizar en poco tiempo gran parte del auge de la especulación financiera, se suma una entrada más gradual pero ininterrumpida de la esfera mercantil en la salud y la educación.

En fin, la transición define el tipo de sociedad democrática posible. Una en la que, si bien se obtienen garantías mínimas para la vida, en tanto los órganos represivos ya no pueden actuar de modo tan directo y brutal, también se impone un tipo de Estado que mantiene los moldes de la reestructuración sufrida a sus viejas orientaciones desarrollistas y que anima un estricto régimen de prescindencia estatal en materia de regulación de las relaciones sociales. Un régimen, este último, que fomenta la despolitización de las relaciones ubicadas en la base de la sociedad, en virtud de un Estado que no promueve formas de consenso y pacto social, sino que proyecta la expulsión de dichos sectores de los procesos de construcción que lo rodean.

  1. Los binarismos transicionales y la restricción del debate

La transición aparece como una historia de movilizaciones que cristaliza en el No, la opción que pone fin a la intención del dictador de prolongar su permanencia en el poder, pero no al orden social heredado. Pero, más allá de la propaganda que a menudo recupera el mero hito del plebiscito y no el proceso en el que se enmarca, mostrando otro ejemplo del divorcio entre política y sociedad, el y el No también fue asimilado, como derivado de la polaridad dictadura versus democracia, al enfrentamiento entre mercado y Estado.

La vulgata de un “Estado mínimo” como definición del neoliberalismo, que tan a menudo atizó el debate político e intelectual al interior de la izquierda chilena, sirve como marco ideológico de lo defendido como un pretendido pensamiento socialdemócrata enfrentado a un supuesto liberalismo desbocado. La realidad, sin embargo, diría otra cosa. Y es que los nichos de acumulación regulada, sostenidos en subsidios estatales, que impulsan el extraordinario auge económico de los años noventa y de cuyas espectaculares tasas de crecimiento quedan excluidas inmensas capas de la sociedad, sentando las bases de un malestar que crece y se proyecta al nuevo siglo, evidencian la dependencia estatal del neoliberalismo local. Así, no es cierto que a más Estado haya menos mercado. No hay una minimización del Estado, aunque sí una alta concentración económica, que genera una élite financiera que sesga la política estatal, impidiendo un desarrollo económico más inclusivo13.

En términos generales, el énfasis en las libertades individuales y la cultura marcan el discurso de la Concertación en la transición, contraponiendo la experiencia autoritaria, e imponiendo tales temas por sobre un debate referido al modelo socioeconómico. La contraposición autoritarismo-democracia define el horizonte progresista posible, reduciendo la dimensión social a la superación de la pobreza y desigualdades a través de una acción estatal focalizada y no por medio de grandes reformas. En la medida en que se supone que las tareas de la transición impiden un debate de la política democrática sobre el modelo económico y social, la continuidad de este por la acción gubernamental se naturaliza como única vía posible para garantizar la democratización política. De este modo, se contrapone democratización política a democratización social, ocultándose el carácter social restrictivo de la primera14.

Tal horizonte del debate y del progresismo de su ausencia o constricción se alteran recién a fines de los noventa con la “crisis asiática” y la caída de la votación parlamentaria en 1997. El mensaje conciliador que apuntaba a una sociedad cansada de décadas de conflicto y sin ánimos de movilizarse, entra en crisis. En los años noventa, el principal debate de la Concertación se centra en sus logros y sus límites, pero menos atención recibe su carácter como coalición, sus relaciones internas y con la sociedad. Pero estos últimos problemas son los que desatan un sacudón en su seno a fines del año 2002: el desplome del sueño elitista de una política sin sociedad. Las discusiones sólo se hacen públicas a partir de 1998. Tal era el límite de la deliberación pública y de la cultura política de esos años. En la Concertación y la derecha reina la idea de que aún se estaba en transición, lo que impide el debate con el pretexto de que alteraría su estabilidad. Tras las elecciones parlamentarias de 1997, sectores de la Concertación alegan un descontento en franjas de la sociedad con la política, y que, dada la continuidad del modelo económico, sus resultados sociales no guardan relación con el éxito económico.

Aunque con matices, en el debate entre autocomplacientes y autoflagelantes todos creen en la proyección de la Concertación, como única alternativa progresista y de gobierno. Ninguno pone en cuestión un horizonte político, no hay referencias a una reformulación de su proyecto. Las recíprocas y ligeras calificaciones, los realineamientos y las urgencias electorales de la contienda presidencial del año siguiente, merman la hondura y continuidad del debate. El carácter de la coalición se sella, en la medida que se impone el control burocrático en la distribución de las oportunidades y recursos. A inicios del nuevo milenio vuelve el debate. Ahora, más allá de la evaluación de la gestión gubernamental, en este se aborda la naturaleza del proyecto de la coalición. Ocurre, sin embargo, que el control burocrático y la distribución clientelar de oportunidades se impone como cultura política posible, derivada de las restricciones de una práctica gubernamental administrativa del modelo heredado, hundiendo la imaginación política15.

El clima se agrava por irregularidades estatales, los casos de coimas y sobresueldos de altos funcionarios y delitos en el sector privado. La presión de la derecha lleva a una salida pactada como “modernización del Estado” de tipo “anticorrupción”, que desplaza las reformas políticas y ata la dirección económica a los intereses empresariales, al reducirse a términos de eficiencia y transparencia16. El ideal de “Alta Dirección Pública” abre las altas esferas estatales a tecnócratas en detrimento de los cuadros políticos, fluyendo la carrera por estos puestos más en las grandes empresas que en los partidos, lo que agudiza el control empresarial del Estado y la debilidad de los partidos y el sistema de representación. El Estado ahonda su distanciamiento de la sociedad. Se plantea el colapso de la coalición y esto enfrenta al gobierno y sus partidos; se alega la falta de un proyecto político y socioeconómico, así como que la institucionalidad condiciona una restricción democrática y un modelo neoliberal de orgánica relación17.

La ausencia de normas y recursos estatales permite la gran intromisión empresarial en la vida pública y política por la vía de los recursos económicos, en un cuadro que es difícilmente atribuible sólo a los términos del pacto de la transición, dada la madurez de la experiencia democrática. Es la colonización empresarial de la política y del Estado que alienta un divorcio entre Estado y sociedad, a la vez que una crisis general de legitimación de la política.

  1. Hacia la reconstrucción de la polis en la sociedad chilena

Los gobiernos democráticos heredan un modelo socioeconómico consolidado, una sociedad desarticulada y un modelo político fijado en la Constitución de 1980, que evita cambios tanto por un sistema electoral como por mecanismos institucionales. El proyecto neoliberal se extiende mucho más allá de la economía, alcanzando todas las esferas de la vida social. El marco constitucional proyecta un orden político de base civil con poder de veto militar. Se trata, en definitiva, de una refundación económica, política, social y cultural de la sociedad chilena.

No obstante, en la misma medida en que Chile se muestra como un laboratorio de extrema hegemonía mercantil, la aparición de nuevos conflictos sociales y nuevas polaridades que desbordan el sistema político fraguado en la transición, hacen explotar los códigos culturales con que la transformación neoliberal y el propio conservadurismo de ésta venían justificándose. Y es que, pese a que la ofensiva mercantil siempre se impulsó en nombre de la libertad, la paradoja es que en nombre de ella las y los individuos pierden soberanía sobre sus propias vidas, abriendo una posibilidad de recuperación, para la izquierda y el progresismo, de las banderas de la libertad desde hace mucho en manos de la derecha18.

El neoliberalismo restringe la posibilidad de intervención de la política, no sólo del Estado, sino de la política en general y de la sociedad, a través de la política, sobre la economía. La desaparición de este estatuto decisivo de la política en la sociedad es el gran cambio neoliberal, teniendo en cuenta que la política y su ensanchamiento eran la mayor fuente de modernidad en América Latina. La política restringida por la razón tecnocrática, desprovista de intereses sociales particulares, es el nuevo autoritarismo con que la égida neoliberal reduce lo público, en su acepción más pura, más allá de lo estatal19. Volver a expandir la política es una tarea pendiente, en tanto todas estas restricciones han expropiado funciones de la deliberación pública, de la política, en particular, sobre la esfera mercantil.

Ese dilema es uno que la transición no enfrentó, toda vez que se evitó la reconstrucción de la polis desestructurada por casi dos décadas de autoritarismo. Por el contrario, lo que se promovió fue la invasión tecnocrática y la elitización de la política, atizando una lejanía y desidentificación del nuevo Chile con un ámbito que, por la fuerza de este desplazamiento, se volvió cada vez más ajeno para la reproducción de la vida cotidiana, dejada a las vicisitudes de un mercado. Uno, por lo demás, escasamente competitivo y, por lo mismo, generalmente muy concentrado.

Ahora bien, lentamente, y sobre todo ante la polarización del actual cuadro político con un gobierno más proclive a impulsar contrarreformas a las no tan profundas reformas del gobierno anterior, el debate sobre tal reconstrucción se instala en las fuerzas de oposición como el imperativo de articular nuevos horizontes. Las fuerzas que vienen trabajando desde la transición ya comienzan a debatir. Las fuerzas nuevas, que se constituyen al alero de los últimos ciclos de movilización social, se ven impelidas a este tipo de reorganización al producirse esta polarización.

1 Martínez, J. y Tironi, E. (1985). Las clases sociales en Chile. Cambio y estratificación, 1970-1983. Santiago: SUR Ediciones.

2 Vásconez Rodríguez, A. (2017, agosto). “Crecimiento económico y desigualdad de género: análisis de panel para cinco países de América Latina”. Revista Cepal, (122).

3 Ruiz, C. y Boccardo, G. (2014). Los chilenos bajo el neoliberalismo. Clases y conflicto social. Santiago: Ediciones El Desconcierto – Fundación Nodo XXI.

4 Ruiz, C. (2017). “Socialismo y libertad. Notas para repensar la izquierda”. En Zerán, F. (ed.). Chile actual: crisis y debate desde las izquierdas. Santiago: Lom Ediciones, pp. 133-162.

5 Para ahondar, ver Miranda, C., López, D., Ferretti, P., e Irani, A. (2018, agosto). El feminismo como posibilidad de ampliación democrática. Cuadernos de Coyuntura, (21), pp. 21-32.

6 Lechner, N. (1988). Los patios interiores de la democracia. Subjetividad y política. Santiago: FCE.

7 Böeninger, E. (1997). Democracia en Chile. Lecciones de gobernabilidad. Santiago: Editorial Andrés Bello.

8 Ruiz, C. (2015). De nuevo la sociedad. Santiago: Lom Ediciones.

9 Otano, R. (2005). Nueva crónica de la transición. Santiago: Lom Ediciones.

10 Ruiz, C. y Boccardo, G. (2014). Op. Cit.

11 Garretón, M. A. (2000). La sociedad en que vivi(re)mos. Santiago: Lom Ediciones.

12 Ruiz, C. (2015). Op. Cit.

13 Muñoz, O. (2007). El modelo económico de la Concertación: 1990-2005. ¿Reformas o cambio?. Santiago: Editorial Catalonia.

14 Ruiz, C. (2015). Op. Cit.

15 Ruiz, C. (2018). La política en el neoliberalismo. Experiencias latinoamericanas. Santiago: Lom ediciones (En prensa).

16 Garretón, M. A. (2012). Neoliberalismo corregido y progresismo limitado. Los gobiernos de la Concertación en Chile, 1990-2010. Santiago: Editorial Arcis-Clacso-El Desconcierto.

17 Ruiz, C. (2018). Op. Cit.

18 Ruiz, C. (2017). “Incongruencias en los usos de los idearios de libertad e igualdad”. Estudios Públicos, (174), pp. 169-197.

19 Ruiz, C. (2018). Op. Cit.


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