Constitución y economía: no dejar escrito “lo mínimo”, sino lo necesario
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El origen del proceso constituyente iniciado en Chile es una crisis social, cuya prolongación se extiende a la espera de una salida política, democrática e institucional. Tal fue el mandato del pueblo movilizado, sobre todo tras el reciente plebiscito: una nueva Constitución que sirva para responder a las demandas por dignidad y mayor democracia, ineludibles desde Octubre de 2019. Económicamente, dicha crisis refleja las consecuencias del agotamiento material y político del patrón de crecimiento económico que ha predominado desde la dictadura, centrado restrictivamente en lo primario-exportador y financiero, y cuyo estancamiento es visible hace por lo menos una década en términos de productividad, crecimiento y desigualdad. Tal tendencia ha resultado acelerada y profundizada por la pandemia.

En tal circunstancia de doble o triple crisis, se torna necesario pugnar porque dentro del proceso de cambio constitucional se habilite como tema fundamental el vínculo existente entre orden constitucional y económico, tópico subvalorado por quienes insisten en enfocarse sólo en los aspectos procedimentales o en la mera institucionalidad política que establece la Constitución vigente. Y es que las disposiciones establecidas en nuestra Carta Magna no resultan inocuas en relación al modelo de crecimiento económico seguido por Chile en las últimas décadas.[1] Asimismo resulta deseable que las fuerzas transformadoras superen el lenguaje “peticionista” que supone defender una larga lista de derechos a “asegurar” en la nueva Constitución, sin disputar las condiciones políticas que permitan dirigir un modelo de crecimiento y desarrollo económico que asegure su financiamiento de forma sostenible.

¿En qué plano se sitúa este nexo entre orden constitucional y economía? En el léxico jurídico, aquel se observa en un conjunto de elementos definido mediante el concepto de Constitución Económica, que contempla aspectos como las configuraciones legítimas del derecho de propiedad, la delimitación entre la acción privada y pública en actividades productivas (soberanía sobre ciertos tipos de recursos, como los naturales; o actividades, como el desarrollo tecnológico), los marcos institucionales para la intervención del Estado en la economía (creación, administración y fiscalización de empresas públicas), además de prescripciones generales sobre aspectos como el control macroeconómico (política monetaria, instituciones como el Banco Central) e incluso los mecanismos de financiamiento del Estado (sistema tributario, reglas de gasto fiscal). De esta manera, en el andamiaje institucional regulado por el texto constitucional cristalizan no sólo ciertos derechos, sino también las opciones legítimas de política económica acogidas, rechazadas u omitidas. En el caso chileno, esto tiene dos consecuencias en términos políticos.

La primera refiere al blindaje constitucional sobre las instituciones que dan soporte al modelo de crecimiento económico. La primacía de la iniciativa privada-empresarial en economía, el principio de no discriminación arbitraria supuesto para la acción del Estado y la constitucionalización de un restrictivo y unívoco objetivo antiinflacionario en el caso de la política monetaria, entre otras cuestiones, obturan cualquier posibilidad de redirigir el rumbo de nuestro desarrollo económico, a partir de alternativas surgidas del debate democrático. A esto se suman otras constricciones democráticas implícitas, como ocurre con las indefiniciones acerca del desarrollo productivo, comercial o fiscal, donde los intereses tras las políticas económicas vigentes se hacen oír en los silencios del texto constitucional actual.

¿Cuál es la estrategia de inserción comercial que, en diálogo con una política productiva selectiva, potenciaría la particularidad de Chile en el actual concierto económico mundial? ¿Por qué no existe una política productiva que, sin caer en la añoranza del modelo ISI del siglo XX, busque desarrollar sectores económicos estratégicos en el siglo XXI, para amplificar el impacto de tales áreas sobre el mercado laboral y las finanzas del Estado? ¿Qué opciones productivas alternativas puede impulsar la política monetaria? Estas interrogantes surgen al debatir sobre el vínculo entre orden constitucional y económico, pues se torna posible discutir lo que, hasta ahora, se asume como algo dado: un desarrollo económico de tipo inercial.

La segunda apunta a cómo el actual patrón de crecimiento económico privilegia ciertos intereses sociales sobre otros. La orientación subsidiaria y clara primacía de los intereses empresariales por sobre los de las y los trabajadores, así como la impermeabilidad de un patrón de crecimiento concentrado y excluyente, favorable a ciertos sectores monopólicos de alta productividad y despunte tecnológico (como los de recursos naturales), tiene como contracara la expansión desorbitada de sectores preponderantes del mercado laboral anclados en dinámicas de baja productividad (comercio, servicios), escaso desarrollo tecnológico y, por tanto, magras condiciones para asegurar condiciones de vida dignas a la mayor parte de las y los chilenos. Así, la economía de “conglomerados” resultante de este esquema (la de los Luksic, Matte, Angelini y otros conocidos) medra gracias al cierre del debate democrático en torno al direccionamiento de la economía, que impide la intervención de otros intereses sociales, que han sido protagonistas de los mayores desafíos al neoliberalismo (movimiento estudiantil, feminista, por pensiones dignas, entre otros) en la última década y media.

Resultará clave en el debate constitucional, por tanto, asegurar la transparencia de la institucionalidad estatal que orienta la economía, así como también incluir la representación, en las decisiones que ella adopta, de la más amplia muestra de intereses que allí coexisten. Eso es democratizar. Lo contrario es la toma de decisiones sin rendir cuentas a esa diversidad de necesidades y expectativas, amparada en excepciones que neutralizan la democracia. Enfrentar aquello abre una confrontación directa tanto con el empresariado menos lúcido y reticente a los cambios, como con las tecnocracias y estructuras políticas que defienden sus intereses. Por ello es esperable que la democratización de las instituciones económicas sea un objetivo crecientemente ridiculizado y caricaturizado en defensa de “criterios técnicos” que favorecen la defensa del statu quo y la inercia económica ya señalada.

Tomando en cuenta que la Constitución de 1980 condiciona al orden económico no sólo por lo encontrado explícitamente en el texto, sino también por las omisiones y dificultades que genera para la regulación de ámbitos fundamentales, cabe a las fuerzas de cambio impulsar una serie de claves programáticas que, quedando inscritas en el texto constitucional mismo, impidan que en el vacío de las omisiones, desregulaciones y silencios de la Constitución opere la facticidad del poder no democrático.

En consecuencia, no escribir “lo mínimo” en la Constitución (como algunos pretenden), sino lo necesario, tiene una relevancia estratégica para las fuerzas sociales y políticas de cambio que afrontan el proceso constituyente. Ella se relaciona con el desafío histórico sobre el cual se desenvuelve el esfuerzo transformador con que se busca dar salida a la actual situación de crisis, partiendo por el cambio constitucional: el de modernización e integración reales para la sociedad chilena, que no puede seguir siendo limitado por formas institucionales que limitan la democracia.


[1] En esta columna desarrollamos, de forma sintética, el argumento general de un estudio de mayor envergadura y documentación empírica que será publicado por la Fundación Nodo XXI durante enero de 2021.

Autores: Felipe Ruiz y Sebastián Caviedes, investigadores Fundación Nodo XXI

Publica: La Voz de los que Sobran 


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